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Torcer la cara

>> 28 de junio de 2010

En realidad yo preferiría que las 24 horas de cada día fuesen fundamentalmente algo desconcertante, que se nos instale una cara bien torcida por algún buen rato, y luego otra vez, y así hasta reafirmar bien nuestros rasgos más fundamentales.
Pero aún allí habría que preparar un cronograma, digo, de aquellas horas inconcebibles pero planificando todo para que luego lo sorprendente no decaiga en abismos de rutina. O al menos llegar al equilibrio ese de que torcer el gesto tenga cierto significado, algo de magia, no sé, que se note –y esto ya es razonar– al menos que algo dentro se te ha estropeado.
Si no nos hacemos mucho los pendejos, sabemos que esto es imposible. Controlar el azar sería el mayor de los poderes sobrehumanos, me refiero, claro, a lo conocido del circunstancial, al gato de Schrödinger, no al de colocar todo en un orden meditado para que sea acontecimiento y en medida un supuesto pre-sabido. Allí, allí mismo perderíamos el gesto, y la vocación de enfermarnos.
Aunque cierto ya es que se nos tuerce la cara a cada rato. Acá convendría mencionar los diarios, los telenoticieros, un vecino violador, los engaños de una pareja, las noticias en el Facebook, un marero adolescente, el asesino serial y maestro de preprimaria, pero no quiero vulgarizar… (Ese lugar común…)
Hay gente que antes de ir a dormir toma un té calientito, para pernoctar tranquilos, o hay otros que se masturban dos o tres veces, también para relajarse, los hay que hacen esto último acompañados que también es válido; se disloca el rostro así también.
En cambio, y aquí lo bueno, existen los más avispados que llevan la recapitulación del día entero atorado en algún punto de la cabeza. Y allí se están con los proyectos de ciertas cositas en la Moleskine o en el Word, o reenviándose correos al propio y personal no cada vez que pueden, sino que en ocasión de conmemoración (feliz) en que su rostro obtiene esa norma informe del desconcierto y lo revulsivo. Se distinguen pues tienen la cara un poco torcida, un poco ya mal hecha, horadada de mal humor, pero valen únicamente cuando logran, con ese efecto, un buen texto, un buen blog. Se dice, por ejemplo, de Lautréamont que usó su genio para llevar hasta extremos inéditos el culto romántico al mal. Y en estos escritores hay que creer.
De igual modo, lo que digo que sucede en lo humanos es su maldad desapercibida por cotidiana. Torcer la cara y volverla a torcer sin darse cuenta. Darse por enterado es lo único que vale en realidad de la realidad.
Giant (Ron Mueck)

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Lo generacional

>> 27 de junio de 2010

Recycled generation
Like mad Gods from Below
Entre achaques y bastonazos, locura y senectud, un vecino me cuestiona lo generacional durante lo que puede durar el viaje de 5 pisos en el ascensor. Sabrá Dios de dónde Diablos le ha venido a éste vejete su reclamación. Se ubicó él, muy a lo suyo, entre los 50 y los 60. A mí me mandó irremediablemente a los 90.
Y es que decir “noventas”, en alguna medida (triste e indiferente), para mí, es ya alegar ancianidad. Uno se arruga con el sólo hecho de pensar “hace 20 años”, sí, de todo aquello tiempo atrás y ahora lo absoluto echado a perder. Pero al menos una alegría tonta, incluso léase felicidad, ante ocasión de haber nacido un poco antes y pasar digamos atento, infantil y pubescente, la década noventera, por desencantada, por post-post-moderna, por detectarse en ella la fecha probable de un inicio en el fin del mundo, o ya por idiota, vamos, que es lo mismo. El viejo buscaba confrontar o al menos entender.
Y allí estábamos, los dos en ese cubículo que pende nuestras existencias a un cable y nos eleva en el centro de los tontos edificios, tratándonos cada uno de “originales”, es decir, repitentes de los dogmas, aquel de refutar o de sentirse bien rebeldes por ejemplo. El viejo, una cosa contenta, vaya, lleno de anécdotas felices (1944-1957, Guatemala) y lleno además de boleros con aquella su carga superficial del amor. Yo, una mierda sin sonrisas, con la crónica de toda la humanidad que me contó la televisión y repitiéndome en la cabeza que Cobain había jurado no tener una pistola, y ya ven que lo que guardaba era una linda Remington M-11 con la que se volaba los sesos, exactamente, de un escopetazo.
Por esa cuenta en adelante van las cosas con este vecino siempre que nos damos de topes las existencias. A veces congeniamos, pero muy pocas veces.
Aquel día, al nomás salir del ascensor ya nos gritábamos: “Si el siglo XX resumió los ideales del siglo XIX en su mayoría, el XXI no tiene ni una idea clara”.
Y en medio de la primera década ésta, con desconfianza, buscamos, tras descender del ascensor, la analogía un tanto pretenciosa del Marineti en el inicio de este siglo, la bicicleta de los X-games para el nuevo Jarry, o a un Valenti acarreando algún cachivache de hologramas; el viejo sugiere inquirir en alguna inmediata idea del más desconocido Duchamp, o ya para más lugares comunes, la prosa libre de un Darío.
El lobby, por supuesto, de todos estos ascensores, se encuentra vacío. Y caemos de nuevo en el alegato generacional, que a mí, con alguna gracia, ya me estorba y me pone de mal humor.
Imagen: Dynamism (Luigi Russolo)

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