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El llamado de la patria

>> 13 de marzo de 2011

Foto: Cecilia Cobar



Publicado en Siglo21 

Por: Oswaldo J. Hernández
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Alrededor de un fusil Galil M16-A2 calibre 5.56 una veintena de muchachos se mantienen impávidos, tan atentos que casi no respiran. Sus miradas apuntan en una sola dirección. Nada, nada en el mundo les podría quitar la atención sobre algo tan importante que podría costarles la vida o la muerte. Un especialista del Ejército de Guatemala ya les ha explicado detalladamente la teoría del fusil de asalto, les ha indicado cómo sostenerlo, desarmarlo y volverlo a armar. Ahora ha llegado su turno para demostrar todo lo aprendido. Bajo la supervisión correspondiente –seis Sargentos y un Coronel–, formados en un círculo, uno por uno van pasando…


Estamos en Chimaltenango –a casi una hora de la Ciudad de Guatemala– en un pequeño campo de futbol al final de la 4a. avenida de la región central de este departamento. Es domingo por la mañana. El sol brilla en lo alto, pero, a pesar de ello, el calor no llega a lo insoportable. En el campo, al menos 100 muchachos –entre hombres y mujeres–, cuyas edades oscilan en un rango de 18 a 24 años de edad, portan un uniforme color caqui, botas nuevas y una gorra color negro que tiene el logo del “Servicio Cívico Militar” arriba de las viseras.


–Esta será la primera Compañía de al menos 6 Pelotones que dará por cumplido su Servicio Cívico ante la patria desde hace mucho, mucho tiempo–, dice sonriente el Coronel Pedro Tum Cortez. Él y los sargentos que cargan los fusiles de alto calibre por el campo de futbol, trabajan como “elementos activos” en una de las comandancias de la Reserva Militar del Ejército de Guatemala con sede en Chimaltenango. Es esta la sección del Ejército que bajo su responsabilidad –y observación del Ministerio de Gobernación– ejecuta el programa de Servicio Cívico Militar en Guatemala.


Tum, con sus palabras, se refiere a la manera en que el reglamento de la Ley del Servicio Cívico, bajo el acuerdo gubernativo 3454-2010, apareció publicado en el Diario Oficial de Guatemala a principios de diciembre del año pasado. Se estipulaban allí, sin que fuera obligatorio para los ciudadanos –en base al Decreto 20-2003, emitido cuando el ex dictador Efraín Ríos Montt presidía desde una curul el Congreso de la República de Guatemala–, dos opciones de servicio cívico: el militar o el social.


Luego el presidente Álvaro Colom aparecería en enero de 2011 dando por inaugurado el Programa del Servicio Cívico, y anunciando que el ex Ministro de Educación, el polémico Bienvenido Argueta, estaría de regreso en una de las dependencias del Gobierno a cargo de todo el proyecto. De esta forma es que, aunque modificado, el Servicio Cívico es nuevamente una realidad en Guatemala.

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Este domingo es el tercer día de entrenamiento para Bryan Chex, de 18 años. Tras su mirada perdida un poco nerviosa, su sonrisa adornada por un bigote incipiente y su figura laxa, casi hectomórfica, él está a punto de pasar al frente y vérselas cara a cara con el fusil de alto calibre.


Bryan forma parte de las 1500 personas que en la actualidad cumplen de manera voluntaria con la ley de servicio a la patria. Según los datos que ofrece el Ministerio de Gobernación –institución que organiza y fiscaliza las modalidades del Servicio Cívico–, se indica que son 109 las personas que ya prestan el Servicio Cívico Militar. Bryan comenta que optó por el curso que imparten las reservas, antes que “meterse” al Servicio Social, puesto que buscaba “disciplina” y un modo de servir a la patria.

De hecho, la gran mayoría de estos muchachos parece coincidir en este punto. En una entrevista colectiva, durante uno de sus descansos, de frente a los 6 pelotones, pregunto a todos los jóvenes sobre la realidad nacional, tanto la incertidumbre política, el año electoral y la violencia. Las manos levantadas ofrecen varias respuestas: “Me gusta mucho mi país, es hermoso”, “Existe mucha maldad allá fuera, si hacemos lo correcto, sirviendo a la patria, podemos contribuir en algo”. “Me interesa servir a mi comunidad”.

Cuando llega el turno de Bryan frente al fusil M16-A2, el concepto de “arma” se llega a amplificar y todo parece más pesado de lo habitual. Lo primero que hace es revisar que no quede una sola bala dentro de la recámara, luego saca dos bolígrafos de su pantalón y aplicando un poco de fuerza desensambla unas bisagras a los extremos del arma, primero la más cercana a la culata, la pone a nivel, luego descoloca el disparador, saca el tambor rotatorio, quita el cañón y deposita cada pieza sobre el suelo en un orden de izquierda a derecha. Luego retrocede meticulosamente en el tiempo y lo arma todo de nuevo. En el transcurso, han pasado 40 segundos. En otro pelotón unos metros a la derecha, hay una gran algarabía. En tanto el polvo se asienta, se sabe que alguien ha marcado e impuesto un nuevo récord para toda la Compañía: 24 segundos en desarmar y volver armar el fusil…

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Luego de la Firma de la Paz en Guatemala, en 1996, uno de los convenios exigió al Gobierno un compromiso por reformar la ley del servicio militar obligatorio. Para respetar los Derechos Humanos, se propició que se estableciera y regulara la objeción de conciencia para aquellos jóvenes cuyas convicciones religiosas, éticas o filosóficas no les permitan empuñar las armas y no se vieran obligados a hacerlo. A cambio, ellos prestarían otro tipo de servicio cívico a la comunidad.

–Antes–, dice don Miguel, con 45 años y que trabaja como piloto en una empresa de periodismo –llegaban los camiones y si te encontraban ocioso, sin trabajo, te subían a una Mitsubishi sin ventanas y llena de soldados bien armados.

En aquel entonces no se podía pensar en otra opción. A don Miguel lo reclutaron en la calle a finales de 1988, cerca del Estadio Mateo Flores en la zona 5 de la capital guatemalteca.

–Yo estaba visitando a una mi novia. No me di cuenta de la hora en que llegaron los camiones llenos de soldados. Me agarraron del pelo, me dieron una sacudida y me llevaron a patadas.

Pasó un mes sin que ninguno de sus familiares supiera que había ocurrido con él. Cuando dio señales de vida, luego de tres meses completamente desaparecido, don Miguel ya estaba enrolado en una Compañía militar en el departamento de San Marcos. En sus ojos, poco a poco, aparecen los recuerdos en forma de agua temblorosa. Detrás de alguna que otra cicatriz dice que no sabe cómo está vivo.

–Tuve cinco enfrentamientos en contra de la guerrilla–, recuerda. –Decidí dejar de ser reservista y pasar a la tropa permanente del Ejército en aquella época porque no podía hacer otra cosa; yo no encontraba trabajo.

Su servicio duró cuatro años, hasta diciembre de 1992.

–Lo que sí agradezco de todos esos años es que me enseñaran a manejar–, dice y sonríe don Miguel mientras conduce, mientras nos dirigimos a Chimaltenango...

***

– ¿Qué pasa si sucede lo peor y hay un llamado para acudir a la guerra?


Ante la interrogante, sin chistar, la respuesta colectiva es:


– ¡Acudiríamos!


El Coronel Tum rápido indica que a los reservistas se les prepara como fuerza de apoyo nada más. Por ejemplo, en caso de un desastre natural como un terremoto o un huracán. También para la guerra pero no es prioridad.


–Antes mejor prepararlos para hacer frente al narcotráfico. Las reservas militares del Ejército han estado ahí desde siempre. Por lo regular apoyan a un llamado únicamente desde su profesión o su formación académica.


Una de las chicas es secretaria bilingüe, otra de ellas es enfermera. “Las mujeres hasta hace muy poco no podíamos optar a prestar el servicio”, dice una de las 15 mujeres que integran uno de los 6 pelotones de esta compañía. Entre los varones, hay un estudiante de optometría, un administrador de empresas, también un estudiante de ingeniería en sistemas. Al menos un porcentaje mayor al 35 por ciento tiene estudios de bachillerato. Y si en un momento dado se les cuestiona sobre la relación entre el Servicio Cívico Militar y sus respectivas profesiones, la palabra “futuro” aparece en sus gestos, en su tono de voz, en sus expresiones, y uno recibe una oleada abrasadora de optimismo.


Amanda Teret Cuá tiene un brillo exquisito en los ojos, su pequeña nariz y sus rasgos indígenas le confieren una estética agradable; bajo su gorra, sus facciones llaman poderosamente la atención. Ella se levantó hoy a las 4 de la mañana. Pero el domingo para Amanda, empieza desde el sábado, cuando luego de salir de trabajar de una librería, en la noche, deja planchado su uniforme, lustra sus botas y se acuesta pensando en que viajará casi 100 kilómetros desde Sololá hacía Chimaltenango para prestar el Servicio Cívico Militar desde las 7 de la mañana. Una de sus hermanas y varios de sus familiares ya han cumplido con este curso, pero en su momento no era entendido como el cumplimiento de una ley.


–He venido para superarlos–, dice una Amanda entusiasta. Su domingo (tanto que empieza desde el sábado) es similar al domingo de muchos de los jóvenes que integran esta Compañía.


La manera en que cada uno se ha enterado de esta dinámica no suele ser muy distinta tampoco. “Unos amigos dijeron que acá se aprendía a hacer nudos”, “unos soldados nos enseñaron fotos, nos preguntaron nuestra edad, y nos dieron unos números telefónicos”. José Luis, de 24, trabaja para una empresa de seguridad privada, viene al entrenamiento pues dice que le sirve para su trabajo.


La gran mayoría de estos jóvenes no sabía que venía a cumplir el Servicio Cívico Militar, que en diciembre se aprobó como ley, y que debían cumplir con 728 horas en un lapso de 8 a 18 meses. Sí sabían del curso que impartía la Comandancia de las Reservas del Ejército de Guatemala. Sabían del ejercicio físico, la disciplina, de la escalada de riscos, de los amarres, de los partidos de futbol americano, y lo que parece más atractivo y emocionante, aprender a disparar un fusil...


Luego de estar inscritos les dijeron, además, que serían remunerados, según la ley, con Q700 por prestar este servicio.


–Yo voy a ayudar a mi mamá con ese dinero–, dice David Pérez.


–Yo trabajo con mi papá en el campo. Yo lo invertiré en la agricultura. En casa necesitamos abono y unos insecticidas–, dice Adonias Pichiyá.


Para Isaías Figueroa, este es su primer día en las reservas. Sorprendido, dice que tampoco sabía nada.


–Yo hasta estaba haciendo cuentas de cuánto me iba a costar el uniforme, el transporte... todo–, comenta encantado de la situación de recibir un estipendio mensualmente por parte del Estado.


***


–Una orden se cumple y no se cuestiona–, dice de repente el Coronel Tum. –Eso era antes–, agrega.


Con su boina bien acomodada –desde donde se lee la palabra “Kaibil”–, el Coronel de torso grueso pregunta a uno de los muchachos lo siguiente:


– ¿Qué harías si recibes la orden para que mates a uno de tus compañeros?


Un alumno es señalado, mientras otro, de pie y con un saludo militar, responde:


–Una orden se cumple solo sí se apega a la ley y a los derechos humanos, ¡Coronel!


–Acá también vienen a educar su criterio–, dice el Coronel Tum.
Debido a la situación que atraviesa el país, no en vano, durante estas dinámicas, se implementa la inteligencia militar para con los que se inscriben en el curso. Es una de las cosas que tiene bien en claro el Coronel:


–Si detectamos que alguien anda en las pandillas, o delinquiendo, de inmediato lo damos de baja. Esa clase de personas no nos interesa. Aunque una vez acá, tras su formación como ciudadanos líderes antes que llamarlos soldados, su percepción de las cosas cambia. Cambian en su ideología. Respetan.


– ¿Cuántos de ustedes quieren dedicar su vida entera al ejército?
La pregunta es lanzada a la reunión de los 6 pelotones. Todos, sin excepción, levantan la mano y balbucean la palabra “afirmativo”.


Muchos de ellos cargan una mochila pesada. Otros no cargan nada. “Es porque traen su ropa con la que vienen y con la que se cambian luego de salir de acá”, explica Isaías, “pero a mí sí me gusta que me vean con el uniforme, que sepan lo que hago”.


No son contados los que tienen algún familiar vinculado con el Ejército. De hecho, al indagar sobre algo tan importante como su consciencia histórica, de qué tanto conocen su país, el mundo en el que habitan, de sus bocas salen cosas como: “Conflicto Armado Interno”, “Derechos Humanos”, “Firma de la Paz”, “Intervención de la Cía”, “Egipto”, “Gadafi”, “Guerra Nuclear”, “Libia”, “Huseim”, “11 de septiembre”, “Golpe de Estado”, “Gerardi”, “videojuegos”, “terremotos”, “Bin Laden”, “Ríos Montt”, “Deportación”, “Guerra...” ¡Guerra!


–Todo es un relato–, comenta Mirna Alonzo. Ella está despierta desde las 4:30 de la mañana; viene a Chimaltenango desde Santo Domingo Xenacoj. Pasa 40 minutos en autobús para poder llegar a tiempo a la Reserva Militar.
A esta hora –casi medio día– ella abre bien los ojos, planta firmes sus botas en el pasto y dice:


–Nosotros debemos asumir nuestra historia, pero también tenemos el chance de crear una propia.


Manfredy Bal viene desde Comalapa, en su familia hay una tradición militar muy fuerte; en sus recuerdos infantiles existe la evidencia de saber que sus tíos (militares) murieron en combate, pero dice que él no está acá por “resentimiento”, sino que, debido a sus estudios –quiere ser ingeniero–, el curso de la Reservas Militares le sirve para continuar una “costumbre dentro de la familia”.


Llegadas las 2 de la tarde, el día se ha nublado. Entre una brisa y una lluvia suave, se ve desfilar a una centena de uniformados de camino al campo de futbol. Luego de buscar cada uno su almuerzo en alguna parte, están listos para la sesión de entrenamiento físico. Uno ve alrededor y se percata de la ausencia de piscinas, tampoco existe algo que se parezca a una pista de atletismo, o vestidores. Solo polvo, polvo en todos lados. Cada uno como puede improvisa y se cambia el uniforme, minutos más tarde entran al terreno en pantalonetas y camisetas...


La ley del Servicio Cívico establece que la falta de “cumplir con la patria” implica únicamente que jamás podrás “laborar como funcionario público”. Es decir que si alguno de estos jóvenes no termina el servicio no podrán aspirar a ser Presidentes de la República, o burócratas, o ministros, o diputados. Una cuestión que aprovecho a preguntar durante su calistenia. Algunos ríen moviendo las rodillas en forma circular, la gran mayoría no sabían de esta peculiaridad; otros, mientras mueven el cuello entre los hombros, dicen tener planes distintos en su futuro. En realidad, a todo ellos, el “castigo” de no cumplir con esta ley –como ya le han dado ellos una traducción–, les viene “absolutamente del norte”.


Ahora corren, saltan, gritan. Todo ordenadamente. Y no deja de sentirse extraña aquella conmoción de verlos divertirse... parecen unos buenos scouts o estudiantes de un colegio que reciben su clase de educación física al aire libre. Pero dentro de todo ese polvo que levantan, el recuerdo del fusil –saber que van a disparar–, uno no deja de pensar que un país como Guatemala ha estado marcado permanentemente por la Guerra.

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