Los seres incongruentes
>> 11 de abril de 2010
Todos los humanos guardan inmensas ratas en su interior, les habitan muy cerca de un alma. Podemos ya no creer en nadie, en nada. De eso se trata el juego. Más o menos, uno es al mismo tiempo, la rata en el corazón de alguien, se lo come, a lo Breat Esaton Ellis. Y la vida, es entonces, cuando se convierte en un puñetero laberinto.
A ver. Avancemos por esta calle. Por esta ciudad. Veamos.
No desviemos. Allí está esa familia, tan feliz la familia. En estos momentos el padre le ha dado un beso a su pequeña hija. Nadie lo sabe, pero esos mismos labios besaron el glande enorme de un prostituto de la zona 1 la tarde anterior. Ahora los labios entran en contacto con las mejías de esa niña, tan rosada. La madre observa todo con interrogación, en realidad está en otra parte. Le preocupa su reciente engordamiento, no admitirá –no pude, quiere gritarlo– que posiblemente está embarazada luego de su último viaje. Una orgía asiática, sin protección, con 4 simpáticos chinitos y completamente borracha, son difíciles de olvidar, más bien, recordar... Ratas.
Ninguno de los dos lo merecía. Y la niña, pues la niña es una rata en sí misma, como debe ser, cada niño, en este planeta: un rastro de traición, de dolor, de racumín, de algo incongruente.
Pero continuemos, es una época posmoderna y tropical. Sudor, calor y sinsentidos, un trío inmejorable. Allá está el político, el burócrata, allí el guardia de seguridad. Ratas. Hay que obviarlos por simple trivialidad.
Démosle chance, sí, a ese señor que viene con alguna prisa. Tan correcto, elegante más bien; no sonríe, lo inviste el hastío. Se ve que la vida ha sido amable con él sin embargo. Y de alguna manera es cierto. Trabajó desde pequeño, se graduó, quiso cumplir un sueño futbolista pero se estropeó una rodilla, se compró una casita, un carrito, tiene 3 hijos (un poco idiotas, pero hijos al fin de cuentas), una bella esposa (también un poco idiota), un buen trabajo... En fin, las metas de un zángano social. No sabe de momento que ha hecho un pequeño mal gesto, a las personas equivocadas, un contrato social. No ha sonreído. Él ya no sonríe nunca en realidad. Su vida llegó a eso que le llama “rutina”, luchó todo este tiempo por ello, lo que dicta –él lo dice– “la maldita sociedad”. Todo ha sido en vano, rumia. A los 33 sólo piensa en pegarse un tiro y en cuánto no es feliz. Lo demuestra cuando puede. Como ahora. Como hacer un gesto a esos pobres sicarios que iban a trabajar: un secuestro, fácil. Ahora mismo estos sicarios crean esa hermosa atmósfera de paréntesis. Son más de 120 municiones alojadas en el cuerpo de Martín, digámosle así. Había que practicar con algo, justifican los sicarios. Unas ratas que coincidieron en una bifurcación azarosa, en la ciduad. A veces, ya ven, las ratas se hacen un favor.
Luego está ese niño de la calle, que es, no otra cosa que la gran rata en el corazón, en el estómago de la ciudad. Lo mismo para ese anciano, indigente/anciano, que no pudo llegar a ningún lado en esta vida. “Ratas”. Su vida, dice en un monólogo sempiterno, “ha sido una incongruencia”, una injusticia.
Podríamos seguir, sin parar. Observar. Panópticamente. Por suerte la cuartilla se agota con el desenlace un poco menos sinuoso. Hemos llegado a la plaza pública, y allí, los seres forman un solo ser. Una sola incongruencia. Una gran rata. Tiene forma, le dicen “humanidad”. La humanidad es un soliloquio; callan, se comen la ciudad, hablan para sí: Cada uno guarda una enfermedad, alguien dice que su esposo es una puto, otro tiene un cáncer, en realidad varios lo tienen, y otros, la mayoría, un viso de ignorancia, una señora comenta que no ha tenido un orgasmo en años, otra, que le gustaría matar, o meter a sus hijos y a su esposo en una pila y luego en un baúl, algunos se miran con inexplicable odio y se encuentran en interacción, todos piensan, caminan, hay quienes saben a dónde van, otros no. Hacen bulla, pero es una bulla interesante, un loop, un murmullo. Todos chillan como ratas en su interior.
La incongruidad es un enorme ruido que guarda silencio, o está tan dentro de un abismo que apenas es audible, se alimenta por dentro, se come el corazón, quiere estallar. Sólo hay que ser un poquito incongruente para darse cuenta. Prestar atención a los chillidos desde dentro; fagocitan el interior, escarban. Si se le toma cuidado parecen gritar: “Todos, todos somos bien culpables”.
imagen: Cantos Cívicos de Miguel Ventura en el Muac
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