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Variación de una semblanza

>> 10 de septiembre de 2010

Publicado en Magacín/SigloXXI
La idea podría funcionar, pero todo depende de Mario Santizo. Es una inquietud que viene directamente de la redacción. ¿Cómo diablos retratar algo como Mario Santizo? En todo caso, la tarea requiere recomponer la realidad, alterarla, o como suele hacer Mario en su trabajo, un artista visual, dislocar el concepto de fotógrafo en eso de ser simple testigo de un encuadre.
Santizo recibe una llamada que va más o menos en este plan:
–Mario, mirá pues, el asunto es construir una imagen. Te apuntarías para algo como eso. Incluso parece que tenemos un disfraz...
La voz en el teléfono es la de un periodista. Como toda voz de periodista desde un teléfono, no puede ser otra cosa que algo impertinente. De momento Mario Santizo está trabajando en su nueva propuesta visual, y la llamada del periodista de SigloXXI sólo puede tener una factura harta fastidiosa. Apenas acaba de recibir el depósito monetario para empezar a construir una idea con bases fotográficas y está en los límites de tiempo acordado para la exposición que se aproxima. Además es sabido que Mario es bastante huraño, no se mete con nadie salvo para asuntos de trabajo. Es difícil que Santizo muestre interés alguno por compartir, por hacer que una convivencia llegue a un resultado feliz. “Al final siempre el mundo termina por traicionarte, te acostumbrás y lo mejor es hacerlo todo en solitario”, declara Mario como una confidencia, desde una saludable, honesta y agradecida misantropía. El periodista, como rescatando la petición, hacerla un poco más atractiva, ha comentado también que el contenido puede funcionar como la portada del suplemento dominical en paralelo a su semblanza.
Pero, de momento, todo depende de Mario Santizo...
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Hace 26 años, la partera Florinda Figueroa atendió la labor de alumbramiento de su nuera Zoila. El niño era el menor de 3 hermanos y nacía en el municipio de Zaragoza, en la parte sur del valle de Chimaltenango, Guatemala. Era un niño canchito, y su existencia, como la todo guatemalteco nacido en Zaragoza, no pintaba lo más mínimo de extraordinaria. Son estos los recuerdos más precoces de Mario Santizo antes de mudarse con apenas 3 años a la ciudad de Guatemala. Acá aparecería la noción de familia feliz, un padre con un puesto administrativo, y una madre que tenía que trabajar tanto como para obligar a Mario, a una muy corta edad, en la educación preescolar del colegio Eloy Suárez Cobián, una institución dedicada a la promoción de los dogmas fundamentales del cristianismo, una institución donde Santizo empezaría a sentir la incomodidad de la religión, donde construiría una personalidad bastante retraída y la alienación de un niño sobretodo solitario.
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Tres periodistas (un redactor y dos fotógrafos) han partido desde la sede central de un periódico a la entrevista que finalmente ha accedido Santizo. Es la mañana de un viernes bastante nublado. Mario vive en la colonia La Reformita, un barrio de clase media a unas cuadras de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Su apartamento se encuentra adherido a la casa de su madre y permanece en un desorden detallado: La música de Primus de trasfondo, una silla de ruedas abandonada, disfraces, luces, libros de arte erótico, un tiradero compuesto específicamente por animalitos, árboles, casas de muñecas, cabezas y muñequitos de plástico que mantienen una pose, y se mantienen inertes frente a una cámara (Canon XSI) incrustada en un trípode en el centro de la habitación principal.
–¡Es una mierda! Tengo que repetir unas fotografías y estoy bien pisado de tiempo –comenta Mario sentado delante de una computadora; él manosea algunos comandos del PhotoShop.
Aun así, hay tiempo para mostrar un poco del proceso que caracteriza la obra de Santizo. Lo cierto es que a Mario no le gusta nada que lo etiqueten como fotógrafo, y eso aunque la cámara es una de las herramientas fundamentales en su trabajo; tampoco le gusta la palabra artista, “un tacuche que te queda grande y hay que dejar que los demás sean quienes te lo pongan”. Lo suyo es la imagen, pero una imagen entendida como la composición de algo que roza la ficción; no la foto. Su estilo, por lo general, es un acto performático. Él mismo, junto a algunos actores, es uno o varios de los personajes que aparecen representados en sus imágenes. El sentido del humor es cáustico al atacar la falsa moral, la religión y los valores establecidos... Hoy ha cambiado sutilmente “lo molesto de los humanos”. En vez de trabajar con actores, Mario ensambla, con los recortes de varias antiguas fotografías, una escena que remite a una época de antaño, de doble moral y erotismo en blanco y negro. Es un artesano en cierta medida. Le han pedido que indague sobre el tema de la familia para un festival de fotografía y es lo que tiene, a su manera, en algunas maquetas ya fotografiadas. La familia.
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Un día, el padre de Santizo llegó a casa con una noticia algo contundente bajo el brazo: El divorcio definitivo y su separación de la familia. Su madre partiría a Estados Unidos y Mario, junto a sus hermanos, quedaría a cuidado de su abuela Florinda.
–Los padres suelen tener un montón de frustraciones que terminan proyectando en todas partes–, dice Mario Santizo tratando de ubicar cómo diablos paró estudiando yudo, “no me gusta pelear”, cuenta, y luego en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP). Roberto Cabrera, Rodolfo Abularach, Ramón Ávila... fueron algunos de sus maestros en esta institución. Hoy quedan pinturas regadas en su apartamento de aquella primera intención de armar una imagen. Son intenciones casi surrealistas, dalineanas un poco, pero cargadas de violencia cotidiana.
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Uno de los fotógrafos le muestra a Santizo el disfraz escogido para alterar una imagen con él como personaje principal de todo el montaje. La indumentaria corresponde al protagonista Ciel Phantomhive, del manga japonés Kuroshitsuji. Mario toma el traje, se lo prueba, y acepta ser un personaje para los periodistas. La vestimenta le queda, le talla muy bien.
La escena se llevará a cabo en una casa-museo del Centro Histórico de Guatemala. La locación es una habitación de niña oligarca de los años 30. El cuarto de una tal Elisita Escobar Vega. Incluso la recámara se adorna con un pequeño recorte de un texto cursi publicado en el diario de mayor circulación en el país. Allí se menciona lo bonito que es recordar una Guatemala inocente, una familia funcional, unas niñas que al parecer siempre quedarían siendo niñas. Todo bien bonito, la ropita de época, los muñecos de época. Mario se muestra interesado en eso de “profanar el cuarto de una niñita”. Ha traído una máscara de sí mismo, se coloca el traje, y empieza a adentrarse en su personaje: “Un niño travieso”, dice y hace gestos, maromas, voces infantiles.
–Mario, qué sientes de ser parte de una escena que no has organizado–, pregunta un periodista.
–Contento, muy contento–, responde Santizo, apenas audible embutido dentro del traje.
Las cámaras empiezan a disparar contra él, una foto tras otra. Mario es tímido por naturaleza, pero detrás de su máscara –un disfraz de sí mismo– todo marcha sobre ruedas. Está expuesto pero oculto. Y en este oxímoron semiótico, Santizo está contento. Se muestra divertido en cada pose.
Entiende el personaje.
El personaje de ser él mismo.
***
Mario recibió la noticia de primera fuente. Estaba mal, muy mal de hecho. Este fue su auto diagnóstico antes de enterarse que era obsesivo compulsivo a los 22 años. Fue el momento de aquellas noches enteras en que terminaba cambiándose de ropa, probándose todo su guardarropa, en medio de enormes ataques de ansiedad, viviendo solo, durmiendo apenas 2 horas, cuando decidió pedir ayuda.
–Los siquiatras, antes de diagnosticarte y mandarte feliz con un medicamento a casa, miden tu ansiedad por las veces en que te masturbas a diario.
La medicina (Paxil, 20 mg) recetada le afectaría de por vida cualquier intento de dibujo.
–No había de otra. La fotografía era el lenguaje a explorar porque ya no podía pintar como antes... –lamenta.
No resulta difícil decir que Mario Santizo es bastante sarcástico. La acidez le sale natural. Si uno pregunta de dónde le viene lo cínico, dirá, sencillamente, que no ha madurado mucho todavía. Pero hay madurez en su trabajo. De la pintura optó por investigar la fotografía. Tratar de entrar en su cabeza es manipular un juego complicado que puede resumirse, como Mario lo cuenta, en 3 ejes transversales: Jan Svankmajer, Frank Zappa, William S. Burroughs. Un director, un músico y un escritor, cada uno, un bicho raro de la cultura a nivel global.
De Jan Svankmajer, tenemos un recuerdo. Es Mario de 14 años frente a un televisor, cambiando canales, buscando nada en la pantalla y de pronto un tierno homúnculo envejece hasta la muerte. “Algo para desquiciar a cualquiera”, comenta Santizo del Fausto plastilina que Svankmajer le amoldaba en la cabeza.
De Frank Zappa, hay otro recuerdo, está vez, algo paródico. Es Mario, un poco más entendido, con unos audífonos en los oídos; y es Zappa burlándose de todo, de las épocas anteriores, utilizando sólo su guitarra. La parodia puede unir a dos mundos en imágenes y sonidos. Era lo que sucedía, un poco así, en los tímpanos de Santizo.
Y de Burroughs, hay un Mario, divertido, alimentándose de una lectura lapidaria con la cultura y los valores normalmente aceptados. Digamos que es una toma de consciencia, una cínica, de tener un “Almuerzo al desnudo” en el plato, y de pronto, ¡paff!, lo que hay en las cuatro puntas de un tenedor llega tener el atractivo de lo inquietante.
–Uno queda con tantas imágenes en la cabeza –dice Santizo. Svankmajer, Zappa. Burroughs. Son 3 personajes que han hecho su efecto en la mente de este artista visual.
A veces, claro, nadie lo comprende.
***
Máscara puesta, Mario se detiene frente a un espejo. Se examina detenidamente y los fotógrafos aprovechan para disparar el flash sobre la escena. Ha sido un episodio espontáneo, raro sobre todo...
–Suelo ver a todos como personajes –dirá luego Santizo a los periodistas caminando por la calle. Uno sólo puede preguntarse si Mario tuvo una pequeña epifanía frente a su reflejo. Estaba quieto, no se sabe bien si pensando, pero quieto, reconociéndose detenidamente.
–Fotografió todo lo que existe en mi cabeza –comenta tranquilamente Mario en una esquina. Habla apenas con frases cortas, cada una acompañada de un desaire y una sonrisa particularmente irónica.
– La gente de Guate es algo bien curioso. Tal parece que en este país el sentido común se ha extraviado.
Lo siguiente a esa frase de Santizo es una risa incómoda, cómplice y colectiva… Una disonancia. Son los periodistas.
Mario, expuesto pero oculto, también ríe unos segundos después. Desde el disfraz de sí mismo, por complicado que parezca, observa el mundo a su alrededor, como quien ha ubicado una nueva incongruencia, como quien ha encontrado otra escena para parodiar.
En realidad, todos, cada uno, somos sus personajes.
Imágenes: Eny Roland, Mario Santizo

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