De falsos millonarios
>> 18 de julio de 2010
One baby to another says
I'm lucky to have met you
I don't care what you think
Unless it is about me
It is now my duty to completely drain you
I travel through a tube
And end up in your infection
A m., quien enseñó a gastarlo todo
(Texto leído en la presentación de Los Falsos Millonarios -Catafixia Editorial, 2010-, de Maurice Echeverría)
Consumir amor puesto que se es millonario, o cuando menos si se cree ya serlo, que para eso está el monetario entendido de la interacción, la anti-castidad y el sentimiento. Mantener solventes, digo ya, las cuentas del afecto. Y de esta cuenta, así de llenas las ridículas arcas del autoestima, llenos de ternura, la más infidente, la de la entelequia y el engaño de aquella amistad venida a más que es el amor, nos arrodillamos y estamos ya de sortijas, testigos, abogados, curas, pasteles y (¡por Dios!) eternidad.
Y con eso se es capaz de comprar todo el jodido universo. Pero el universo es una basura y se compra nada más la transacción. El amor es la transacción; del matrimonio no digamos salvo algo similar a las llamadas de la deuda en la tarjeta de crédito. En todo caso el recurso –uno paliativo por lo cínico– significa monetizar sentimentalmente al otro, explotarlo, y acá lo importante –que es de lo que trata si se está atento–, puesto que el cariño es un hipermercado de “doy quitando”, “doy sin dar”, o “doy mucho pero apenas”, una cosa así de insolvente en ese libro tan nuevo y corto, el de poemas Los Falsos Millonarios, de Maurice Echeverría.
Sabiéndose tanto pisto, hay que ver lo que un Maurice ha traído con la factura de su transacción, el pobre. Sobre la mesa existencial ya lo vemos depositar sus poemas y rápido, sin chiste y sin chistar, el fracaso se nos cuela en las billeteras de nuestra felicidad; créanme; es la bancarrota.
Y allí el matrimonio es desde lo individual; el “yo” primero, donde la desconfianza o el hastío cae sobre las parejas como satélites oxidados desde cielos más bien nocturnos. Él, el maldito “otro”, metido en medio del amor, que acá se le concede la gramática del paréntesis y se le llama a muerte nada más como (el Suplente): “Ojalá que él pueda/ limpiarte de toda/ la suciedad que los demás/ te depositamos encima”.
Por acá va el inicio de Los Falsos Millonarios y la pérdida aparece; la falsificación igual, pero entendida como derroche y reclamo que nutre creaturas aberrantes con las venas agitadas como látigos en el aire, pues aquí, el vínculo, es decir, el amor es una pelea o un padecimiento o un ano lleno de innumerables torpezas o un inconmensurable cangrejo incrustado en el vientre al intentar explicarlo, de entenderlo, de cobrar, en resumidas cuentas, el afecto como salario. Un asunto de limosnas y dietarios.
Pero vamos de generalidades y hablemos de la riqueza. Es decir lucrar, lucrar, lucrar con el otro, desde el otro; la transacción y provecho del amor; para qué más ha de servir si en esencia su concepto resulta de un objetivismo más bien lacerante, aquel que reza: “El ser humano, -cada uno-, es un fin en sí mismo, no el medio para los fines de otros. Debe existir por sí mismo y para sí mismo, sin sacrificarse por los demás ni sacrificando a otros para sí mismo. La búsqueda de su propio interés, propio racional y su propia felicidad es el más alto propósito moral de su vida”. O la inconsciencia de los demás, como ya se dice, como Maurice lo contrapone en aquel otro poema: “Un ciego inverso, un ciego incapaz, de ver lo que hay adentro. Siempre entre los dos”.
¿Cuánto es prudente extraer, acá, hasta volvernos millonarios? ¿Almacenar esos gritos, los sueños duros y punzantes, esas sonrisas que se pudren, los conflictos diplomáticos? ¿Entender al mancomunado de nuestras cuentas monetarias desde la transacción, sí, desde sus depresiones, sueños, frustraciones, ideales, abortos, viajes, enfermedades, encantos o desencantos, incluso ideas…?
Drenarlo todo, o sea.
El amor es hipercapitalista.
La mayor riqueza al final es volver vulnerable al otro. Puesto que se le conoce bien –“argumentos, teologías, tonos y máscaras”– uno es inmensamente millonario de todas sus contradicciones para destruirle como se antoje. La riqueza se construye, si aún no somos falsos, al monedear tiernamente al otro. Es tan lindo todo. Pero somos falsos millonarios, muy mediocres, y no sabemos sufragar los gastos del poder amar: “Flojos los dos/ no hacen el amor, ven la televisión. Flojos ciertamente los dos, sus manos flojas tocándose, como desde un asco”. Que de algo así habla el libro de Maurice. Aunque resulte un inventario/manual para ver lo aberrantemente frágil que resultamos al intentar el trance del amor, ya que del intercambio, que acá suena a reclamo, divagación y vuelta la cosa en rabia, es seguro que también nos pueden arruinar. Cuán tontos, todos damos, manchamos el corazón, en un mundo donde la conveniencia es fundamento y la felicidad es imposible.
Siempre un nuevo divorcio en el que la aventura de la eternidad ha fracasado.
“Porque ni tú ni yo / somos millonarios: / somos más bien clase media / en esto del amor”.